Desde pequeño crecí dentro de mi propia burbuja. Contaba las horas para salir del colegio e irme a bailar. Quizás por estar encerrado en mi mundo no me tomé en serio el bullying que recibí de mis compañeros. A los 12 años inicié en un grupo infantil de la iglesia. Ahí me enseñaron algunos pasos muy elementales de danza y yo me sentía muy cómodo haciéndolos.
Estaba ilusionado con todo lo nuevo que había descubierto con mi movimiento. Pero después de tres años, perdí totalmente el interés. Pensaba que lo que estaba haciendo era únicamente un pasatiempo.
A los 17 años, en el último año de colegio decidí participar en una coreografía para competir con otros establecimientos. Nos presentamos y no ganamos. Lo que yo no sabía era que dentro de la audiencia estaban dos maestros de una academia de danza que vieron mi desempeño y me ofrecieron una beca de estudios.
Ser bailarín en Guatemala es un proceso difícil. Existen paradigmas en la sociedad que no permiten que más hombres se expresen a través de la danza y se pierdan la oportunidad de crecer artísticamente.
Recientemente me ha tocado escuchar a muchas madres que están interesadas en que sus hijas pequeñas reciban clases de danza. Se emocionan y hacen todo lo posible por acomodar sus horarios y presupuesto para inscribir a sus hijas en escuelas y academias. Los leotardos color rosa, zapatillas, mallas y flores para el cabello son parte de la experiencia de formar a una pequeña bailarina.
¿Pero qué sucede cuando un niño muestra interés por la danza?
Muchos de ellos pierden su motivación al no encontrar apoyo en casa, porque la sociedad ha construido prejuicios machistas acerca de que la danza no es una disciplina para hombres, y en su lugar, algunos padres prefieren que sus hijos aprendan a jugar fútbol